Navegando desde Drak por el Gran Río, en el punto en el que el agua salada se mezcla con la dulce, y el río es tan ancho que algunos ya lo llaman Mar, en dirección sudoeste, se divisa un resplandor dorado en lo alto de una colina, a la orilla izquierda del río. A medida que nos acercamos, y si coincide con el amanecer, el sol a nuestra espalda se verá reflejado en las torres de una ciudad que emerge de un banco de niebla, como encaramándose a un risco. Las paredes blancas, teñidas de rojo por el sol naciente; las cúpulas y torres, deslumbrantes e incandescentes, porque están cubiertas de finísimas láminas de oro.
Islas con faros y torres, y bosques de mástiles van apareciendo a medida que la bruma de la mañana se disipa, hasta dejarnos ver la enorme ciudad construida alrededor de una bahía de la que lo que vimos al principio era tan sólo la ciudadela. Enjambres de pequeñas embarcaciones circulan por el puerto y los canales que penetran en tierra firme, entre las moles de los navíos mercantes que atracan en los muelles. Mientras los cuernos de los faros cantan el paso de las horas, caminamos unos pasos por la pasarela y ponemos pie al fin, quien sabe por cuanto tiempo, en la ciudad de las iguanas, la de los Puertos de Oro, la de los mil puentes…Bienvenidos a PademaExtracto de la Opera Omnia de Kelkos V
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